Tenemos que darle las gracias a Podemos, aunque sus más críticos lo pongan un día a parir y el otro también.
A pesar de sus extravagantes numeritos políticos —o, mejor, gracias a ellos—, el partido de Pablo Iglesias canaliza una serie de frustraciones populares que, si no, no hallarían cauce alguno dentro de los partidos tradicionales y se manifestarían abruptamente y quizás hasta con violencia.
No se trata de ninguna metáfora. En otros Parlamentos europeos —los últimos, Ucrania y Moldavia— los diputados nacionales se lían a mamporros en vez de a argumentos dialécticos, en unas algaradas que aquí solo ocurren entre algunos padres de los equipos del fútbol base.
Es que la violencia y otras manifestaciones primitivas de la especie están en nuestros genes y no son fáciles de extirpar. Precisamente para controlarlos surgieron el parlamentarismo, los partidos políticos, las elecciones y otras formas de confrontación civilizada de ideas. ¿Que Podemos las eleva hasta el esperpento con manifas, autobuses, tertulias, mociones y otras actuaciones más propias de la farándula? ¿Y qué? ¿Qué mal hace como no sea el privarnos de alborotos sin control y con el riesgo de resultados imprevisibles?
En España, gracias a tipos como los dirigentes de Podemos y del Partido Popular —sí, el mismo de la corrupción generalizada y rampante de estos últimos años—, se ha evitado el que surjan grupos extremistas de izquierdas y de derechas que en otros países europeos constituyen ya una amenaza real a la convivencia y hasta al futuro democrático de parte del continente.
O sea, que aun deberíamos felicitarnos por ello.
Enrique Arias Vega | Escritor, periodista y economista | @enrarias