No se puede cuantificar, por supuesto, pero, en estos cuarenta últimos años, periódicos y periodistas pueden haber malgastado (legal o ilegalmente) el equivalente del PIB de todo un año. Una burrada.
No hablo sólo de empresas públicas al servicio de los dirigentes políticos de turno en vez de a la verdad informativa, sino también de las privadas, cuya complicidad ha sido comprada al precio de subvenciones a su difusión (con ejemplares que muchas veces acabaron en la basura), publicidad institucional, una sedicente prensa escolar, ayudas a las lenguas vernáculas y un largo etcétera de corruptelas varias.
Allí donde las empresas no han sido sobornadas, con mayor o menor fortuna, siempre ha habido algún periodista proclive a dejarse pervertir. Cuando el inefable Jesús Gil fue alcalde de Marbella, por ejemplo, un grupo de corifeos mediáticos alababa su gestión mientras era invitado a vacaciones en la localidad o adquiría apartamentos casi regalados. Luego, a la caída de su valedor, esos mismos fueron los primeros en ponerle a caer de un burro.
Todo esto me ha venido al recuerdo cuando oigo despotricar contra la corrupción de políticos y empresarios a periodistas que han negociado históricamente sus silencios con suculentas contrapartidas. La corrupción, pues, no es de ahora y tampoco se ciñe exclusivamente a los que en este momento están puestos en la picota: el día en que los medios de comunicación hablen por fin de su propia podredumbre, entonces sí que podremos decir que las cosas comienzan a cambiar de forma radical.
Enrique Arias Vega | Escritor, periodista y economista | @enrarias